Las circunstancias de
un abuso sexual -que es la vivencia que actúa como causa específica de la
histeria- pueden clasificarse en tres grupos:
En el primer grupo se trata de atentados
únicos o al menos de abusos aislados, las más de las veces perpetrados en niñas
por adultos extraños a ellas (que en ese acto atinaron a evitar un daño
mecánico grosero); en tales casos no contó para nada la aquiescencia de los
niños, y como secuela inmediata de la vivencia prevaleció el terror. Un segundo
grupo lo forman aquellos casos, mucho más numerosos, en que una persona adulta
cuidadora del niño –niñera, aya, gobernanta, maestro, y por desdicha también,
con harta frecuencia, un pariente próximo- introdujo al niño en el comercio
sexual y mantuvo con él una relación amorosa formal –plasmada también en el
aspecto anímico- a menudo durante años. Finalmente, al tercer grupo pertenecen
las relaciones infantiles genuinas, vínculos sexuales entre dos niños de sexo
diferente, la mayoría de las veces entre hermanitos, que a menudo continuaron
hasta pasada la pubertad y conllevaron las más persistentes consecuencias para
la pareja en cuestión. (Págs. 206-207)
De este tercer grupo
(comercio sexual entre niños) surge la hipótesis del abusador; abusado.
Cuando había una relación entre dos niños,
en ciertos casos se consiguió probar que el varón –que por cierto desempeñaba
aquí el papel agresivo- había sido seducido antes por una persona adulta del
sexo femenino, y luego, bajo la presión de su libido prematuramente despertada
y a consecuencia de la compulsión mnémica, buscó repetir en la niñita
justamente las primeras prácticas que había aprendido del adulto, sin emprender
él mismo una modificación autónoma en la variedad del quehacer sexual.
Por lo dicho, me inclino a suponer que sin
seducción previa los niños no podrían hallar el camino hacia unos actos de
agresión sexual. Según eso, el fundamento para la neurosis sería establecido en
la infancia siempre por adultos, y los niños mismos se trasferirían entre sí la
predisposición a contraer luego una histeria. (Pág. 207)
Retomando; los abusos
sexuales infantiles se consideran la causa especifica de la histeria. Pero como
se dijo antes en el análisis de los elementos del esquema etiológico; una causa
específica es determinante de un fenómeno más no necesariamente suficiente para
su surgimiento ya que se necesita primero alcanzar cierto umbral –carácter
cuantitativo de la causalidad-. Así, la vivencia sexual infantil como
causa especifica de la histeria, puede mantenerse por mucho tiempo en estado de
latencia y de esta manera actuar como un núcleo atractor de la defensa –represión-.
La defensa alcanza ese propósito suyo de
esforzar fuera de la conciencia la representación inconciliable cuando en la
persona en cuestión, hasta ese momento sana, están presentes unas escenas
sexuales infantiles como recuerdos inconcientes, y cuando la representación que
se ha de reprimir puede entrar en un nexo lógico o asociativo con una de tales
vivencias infantiles. (Pág. 209)
Otra manera de
considerar este estado tan peculiar de latencia de la causa especifica, es bajo
la noción de “eficiencia inconciente”.
Los síntomas histéricos son retoños de
recuerdos de eficiencia inconciente. (Pág. 210)
Podemos apreciar como
Freud une en este artículo; su temprana teoría de la defensa como base de la
histeria con la actual del abuso sexual infantil como su etiología específica.
Para formar un síntoma histérico tiene que
estar presente un afán defensivo contra una representación penosa; además, esta
tiene que mostrar un enlace lógico o asociativo con un recuerdo inconciente a
través de pocos o muchos eslabones, que en ese momento permanecen por igual
inconcientes; por otra parte, aquel recuerdo inconciente sólo puede ser de
contenido sexual, y su contenido es una vivencia sobrevenida en cierto período
infantil… (Págs. 211-212)
El fenómeno de latencia de la causalidad, que no es otro -como
se ha venido señalando- que el de la causalidad en su faceta acumulativa -cuantitativa-,
resulta clave para entender las relaciones aparentemente
distorsionadas –desproporcionadas- entre causa y efecto.
La reacción de los histéricos es exagerada
sólo en apariencia; tiene que aparecérsenos así porque nosotros sólo tenemos
noticia de una pequeña parte de los motivos de los cuales brota. (…)
Y bien, ¿qué pensarían si observaran esa
extrema susceptibilidad a raíz de ocasiones nimias entre dos personas sanas,
por ejemplo unos cónyuges? Sin duda inferirían que la escena de que han sido
testigos no es el mero resultado de la última, ínfima ocasión, sino que durante
largo tiempo se ha acumulado material inflamable que ahora explota en toda su
masa en virtud del último choque.
Les pido que trasfieran idéntica ilación de
pensamiento a los histéricos. No es la última mortificación, mínima en sí, la
que produce el ataque de llanto, el estallido de desesperación, el intento de
suicidio, con desprecio por el principio de proporcionalidad entre el efecto y
la causa, sino que esta pequeña mortificación actual ha despertado y otorgado
vigencia a los recuerdos de muchas otras mortificaciones, más tempranas e
intensas, tras los cuales se esconden todavía el recuerdo de una mortificación
grave, nunca restañada, que se recibió en la niñez. O bien: si una joven se
hace los más terribles reproches por haber consentido que un muchacho le
acariciara en secreto tiernamente la mano, y desde entonces es aquejada por la
neurosis, bien pueden ustedes enfrentar ese enigma con el juicio de que ella es
una persona hipersensible, de disposición excéntrica, anormal; pero cambiarán
de parecer si el análisis les muestra que aquel contacto trajo a la memoria
otro, semejante, ocurrido a muy temprana edad y que era un fragmento de un todo
menos inocente, de modo que en verdad los reproches son válidos para aquella
ocasión antigua. (Págs. 215-216)
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